VICTOR RODRIGUEZ CEDEÑO I El Nacional 7 de febrero de 2017

La violación de los derechos humanos sigue siendo una constante en algunos países, especialmente, los de menor desarrollo democrático e institucional, como Venezuela, en donde tales prácticas se sistematizan y generalizan de manera tal que constituyen políticas de Estado y se convierten, más allá de simple violaciones, siempre odiosas y condenables, en crímenes internacionales, en actos atroces que la comunidad internacional condena hoy más que nunca y en relación con lo cual se han creado instituciones que, complementarias de las jurisdicciones nacionales, tienen competencias que permiten castigar a los responsables de estos actos.

Ante esa lamentable realidad la comunidad internacional ha dado pasos importantes en la dirección correcta para reprimir estos horrendos crímenes, lo que todavía algunos que disfrutan del poder no logran entender; por el contrario, insisten en sus criminales actos, desde todas las posiciones, ignorando que mañana tendrán que rendir cuenta a la justicia, como ha sucedido con hombres una vez poderosos e invencibles, hoy disminuidos tras las rejas en una u otra parte del mundo. No entienden, quizás, que los tribunales internos habrán de funcionar en algún momento o que las instancias jurisdiccionales penales internacionales lo harían de manera complementaria, si fuere el caso, para investigar hechos y establecer responsabilidades.

Después de los tribunales de Núremberg y de Tokio y de la creación de los tribunales ad hoc por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para castigar a los responsables de los crímenes internacionales cometidos en Ruanda, la antigua Yugoslavia, Sierra Leona y Timor Oriental, la comunidad internacional dio un paso trascendental para erradicar la impunidad por la realización de crímenes atroces que “conmueven profundamente la conciencia de la humanidad” y que “constituyen una amenaza para la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad”, al adoptar en 1998 el Estatuto de Roma, mediante el cual se crea la Corte Penal Internacional, un texto que entró en vigor en julio de 2002.

Los primeros 15 años no han sido fáciles para la nueva corte, a pesar de que se ha procesado y condenado a más de 30 personas por crímenes de genocidio, de lesa humanidad y de guerra, incluido entre ellos un presidente en ejercicio, Al Bashir, de Sudan; el ex vicepresidente de la República Democrática del Congo, Jean-Pierre Bemba, condenado en su condición de comandante militar, por los crímenes cometidos por sus tropas en la República Centroafricana entre 2002 y 2003. Se dirá que es poco ante la realidad, pero hay que tomar en cuenta las dificultades para que ella pueda ejercer su jurisdicción y para llevar a cabo las investigaciones necesarias.

La Corte Penal Internacional es una institución independiente e imparcial. Su estructura y composición son las más adecuadas. Su eficiencia es incuestionable. Su eficacia, sin embargo, plantea serias dudas: la no participación de algunas de las grandes potencias y la falta de cooperación decidida y oportuna de países que lamentablemente consideran que la soberanía sigue siendo un principio absoluto que impide que órganos internacionales, como la CPI, puedan velar por el cumplimiento de las normas internacionales de protección de los individuos. Las grandes potencias y algunos regímenes forajidos prefieren proteger sus intereses y eventuales escrutinios antes de apoyar a la CPI en su actividad judicial, lo que impacta su efectividad.

No hay dudas, la CPI es importante. Su creación es un paso trascendental en la historia de la humanidad. Es una institución creada en épocas en que la conciencia humana reconoce la gravedad de las atrocidades y la necesidad de erradicar la impunidad y, en consecuencia, la obligación de procesar y castigar debidamente a los responsables de tales crímenes, sea cualquiera su posición y su grado de participación en su realización.

La dinámica política diaria, la crisis que nos agobia, el desprecio por las instituciones de quienes hoy ilegítimamente gobiernan, nos hace olvidar la importancia de la justicia penal internacional, del papel de instituciones que, como la CPI, han sido creadas para combatir ciertos crímenes calificados de atroces y para erradicar la impunidad; más entre aquellos que en posición de poder participan de cualquier manera en la realización de crímenes internacionales y en la violación sistemática, grave y generalizada de derechos humanos.

Algunos dudan de la efectividad de la Corte y de la justicia penal internacional en general, y actúan como si nunca tendrán que rendir cuentas ante la justicia, sea adentro, por tribunales competentes, los que deben primordialmente conocer estos actos; o afuera, en instancias como la Corte Penal Internacional que ejerce una competencia complementaria de las jurisdicciones nacionales.

Hay que recordarlo, hay que insistir en ello, más en países que, como Venezuela, en donde la práctica de la tortura, de la persecución, de la discriminación en perjuicio de grupos de personas por razones ideológicas y políticas constituye una clara y evidente política de Estado, lo que se traduce en crímenes de lesa humanidad, objeto de la competencia material de la CPI.

Se equivocan quienes no creen en la justicia internacional, en las instituciones creadas para combatir estas atrocidades. La justicia llega y a tiempo, salvo que la justicia divina se adelante. Nada quedará oculto en el mundo en esta época de crímenes y de barbarie, tampoco en Venezuela, en donde muchos seguimos de cerca las violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos, el sufrimiento de muchos, para contribuir con la mejor aplicación de la justicia.

Estamos en un momento de cambio, incluso, me atrevo a decir a pesar de las contradicciones, de transición hacia la democracia. Un momento en que los acuerdos deberán prevalecer para construir el futuro en paz y de manera estable. Pero ello no significa de ninguna manera que la justicia quedará de lado. No es un mensaje de venganza ni de retaliación, como siempre lo he dicho. Es simplemente la aplicación sana de la justicia, esa que reclaman las víctimas y sus familiares, la sociedad entera que se presenta en su conjunto como víctima directa de la barbarie.